viernes, 30 de diciembre de 2011

El Prisionero del Cielo

Casi tres años después de leer El Juego del Ángel, leo el tercer libro de la serie. Iba a escribir trilogía, pero, por el final de "El Prisionero del Cielo", sospecho que tendremos una cuarta entrega. Y me alegro de que así sea, porque he disfrutado mucho leyendo los tres. En la última novela, desaparecen los ramalazos fantásticos y el protagonista bascula hacia Fermín Romero de Torres, un personaje heredero de la picaresca. Con ello, a pesar de las durísimas escenas de la prisión, el libro tiene más humor que sus predecesores.
Un libro para leer de un tirón.

viernes, 23 de diciembre de 2011

El Príncipe y el Mendigo

Hace 130 años Mark Twain publicó esta novela para, exagerándolas, denunciar las diferencias abismales entre los poderosos y los menesterosos, la soberbia de de los que mandaban, la crueldad de los pobres, la mezquindad de todos. Han pasado 130 años de la publicación y 450 de la época que se retrata en la novela. A los ladrones de gallinas ya no los ahorcan, a los herejes no los queman vivos, el rey no puede ser un déspota. Sin embargo, viendo el éxito electoral de Anglada, compruebo que los pobres siguen culpando a los aún más pobres de su miseria. Viendo la especulación con los alimentos que condena al hambre a millones de personas, compruebo que los poderosos (los que dirigen los mercados, no los parlamentos) siguen creyéndose de una especie diferente al resto.Y lo que más me preocupa, compruebo que la impermeabilidad entre las clases sociales está creciendo, cada vez es más difícil que el hijo de un pobre no lo sea también. Se están cargando la enseñanza pública. Entre las izquierdas empeñadas en que todos los niños obtengan los mismo resultados y las derechas empeñadas en segregar a los alumnos por su extracción económica, van a destruir el principal mecanismo de promoción social. La única forma que tendrá un pobre de abandonar su estrato será suplantar por unos días al rey.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Los que ya hemos pasado por una crisis.

Uno de los síntomas de que te vas haciendo mayor es que repites cosas que hicieron tus padres a pesar de que, en su día, te parecían odiosas. "Teníais que pasar una guerra". Cuando mi hermana o yo nos quejábamos de la comida, de la ropa que nos habían puesto o de que no pasábamos unas vacaciones en la playa; mi madre respondía "teníais que pasar una guerra". Era su forma de decir que no sabíamos valorar lo que teníamos. A mí me parecía muy bestia desear una guerra para que el niño no se quejase de la fruta.
Mi generación es la última que vivió una crisis de verdad, la de finales de los setenta y principios de los ochenta. La reconversión industrial envió al paro a mucha gente, una inflación de dos dígitos se comía los ahorros de los pocos que los tuvieran, los tipos de interés, cercanos al 20%, hacían inviable el endeudamiento para invertir. Todo esto, acompañado de una extrema violencia: más de 100 asesinatos por año del terrorismo, fundamentalmente etarra, pero también del GRAPO y de los grupúsculos de ultraderecha; ruido de sables en los cuarteles; una delincuencia espoleada por la heroína.
El 17 de octubre de 1986, Barcelona era proclamada organizadora de las Olimpiadas de 1992. Creo que este momento simboliza la salida de España de la pobreza, el aislamiento internacional y el atraso. Los que ahora tienen 35 años, tenían entonces diez años. Ellos, y los que nacieron después, han vivido en un país en continua prosperidad, con algún pequeño inconveniente como el parón económico tras los Juegos o el estallido de la burbuja tecnológica, pero de muy pequeño calado. Haciendo sociología barata, he llegado a la conclusión de que han vivido demasiado bien y por eso se comportan como eternos adolescentes que piensan que pueden exigir con los derechos del adulto y con la irresponsabilidad de los niños. Muchas veces he pensado: "teníais que vivir una crisis". Ahora ha llegado la crisis y no estoy seguro ni de que nosotros estemos mejor preparados que ellos para afrontarla, ni de que esta crisis cambie la actitud vital de la mayoría. Quizás, si hubiese llegado una guerra, seguiría sin gustarme la fruta.