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viernes, 27 de enero de 2017

El ataque de la tercera edad.

Cuando cumplí 50 años, no me deje amilanar por cifra tan redonda. Cumplí medio siglo participando en una maratón. Correr 42195 metros, aunque los acabes a rastras, exorciza la pérdida de la juventud.
Hasta hoy.
Venía del mercado bajo la lluvia. Cargado de bolsas, porque el carrito es para viejos. Sostenía como podía el paraguas. Calzaba unas Converse, porque ponerte zapatos de veinteañero te permite contactar con la madre tierra a través de un símbolo de juventud. Y eso se tiene que notar de algún modo. Y entonces ha llegado la catástrofe.
La suela de las malditas Converse han decidido no adherirse al suelo. Me he pegado un costalazo de campeonato. Con las manos ocupadas, no he podido parar el golpe. La rabadilla ha llegado al suelo antes que la nuca. Y la nuca antes que los tobillos. Algún sismógrafo de última generación tiene que haber percibido el impacto. 180 centímetros de hombre extendidos por el suelo, El agua circulando bajo la rabadilla y empapándola.
Y ha llegado lo peor.
Por la calzaba circulaba un autobús urbano.
Y se ha parado provocando un pequeño atasco.
Y del autobús ha bajado una chica a ayudarme.
Y detrás de la chica el conductor.
Era de noche y no he podido ver las caras de los que miraban con pena al pobre señor mayor caído en el suelo. Pero seguro que tenían cara de pena.
Mi orgullo me ha dicho: levántate antes de que lleguen. Y me he levantado. He recogido las bolsas y el paraguas, he sonreído a los que se disponían a ayudarme y me he despedido de ellos.
- Gracias. Estoy bien. No me ha pasado nada.