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sábado, 27 de agosto de 2016

A vueltas con el burquini.

Uno de los últimos veranos de los ochenta viajé a Vigo. Allí, en la playa de Samil, vi una señora que miraba hacia el mar. Cuando llegaban las olas, se mojaba los tobillos. Junto con la cara y las manos, era la única parte descubierta de su cuerpo. Iba vestida toda de negro y llevaba un pañuelo en la cabeza. Si el ayuntamiento de Vigo hubiese tenido una ley antiburquini como las normas que se han decretado en algunos ayuntamientos francesas, a la señora le habría caído una multa, la hubiesen obligado a desvestirse o la hubiesen expulsado de la playa.
No me gusta que algunas mujeres vayan con todo el cuerpo cubierto a la playa. Perdón, rectifico. Lo que no me gusta es que esas mujeres vayan cubiertas mientras sus maridos, padres o hermanos van en bañador corto. Si la religión de algunos les impide disfrutar con comodidad del sol y del agua, allá ellos. Pero si la religión solo se lo impide a parte de de los feligreses por un motivo tan absurdo como no tener un cromosoma Y, entonces ya no merece tanta tolerancia.
Lo que no sé es cómo solucionarlo. Quiero que la gente sea libre, pero no sé si se puede obligar a la gente a ser libre. Quizás sería más efectivo trasladar el castigo al otro lado de la balanza, quizás es más fácil castigar al que oprime en lugar de castigar al oprimido.